El ventilador oscilaba en el techo generando los múltiples movimientos de luces que animaban la habitación. Sus cuerpos yacen sobre la cama desde hace no más de un día. El observa el borde inferior de los ojos de ella. El terror que se desliza junto a una sombra se suspende por unos segundos en la boca de su estómago, luego el vacio. Las ojeras, en una perfecta intromisión, comienzan a asomarse en sus ojos (los de ella) como intentando hacer algún tipo de demostración: el tiempo. Ella balbucea alguna frase conocida, la desnudez la ridiculiza, lo haría inclusive con la más severa sentencia. Ya no tenían 18 y en sus rostros comenzaban a dibujarse las emociones de una manera permanente. Pensó “Soy un artista ¿Cómo podría comprenderlo?”. Y es que el arte no es otra cosa que aquella querella entre el hombre y el tiempo en la que ya de antaño se disputan la belleza. El pintor que traza el esqueleto de una clase alta decadente, el músico que emociona los matices al final para atrapar el despertar de un día, el fotógrafo que con la precisa ambición se apodera de una vanidosa expresión, el escritor que desparrama su infancia en un frase, todos ellos no son más que una muestra de la antiquísima lucha del hombre con lo efímero de su naturaleza, el hombre que perdura es solo una idea del hombre. El frio del metal en su mano lo atemoriza pero se niega a verla envejecer, la perfección de su rostro es su obra maestra. “Pensé que el estruendo sería descomunal”. Su respiración conspira hasta el final y se detiene, el minuto es eterno. Sabe que la siguiente bala le corresponde pero sus extremidades son autómatas, no tiemblan ni vacilan. El cuarto se colorea de una extraña sinestesia, lo múltiple se vuelve uno, los sonidos ya son sordos, la razón ya olvido. “Habrá salido?”. No llegó a sentir su cuerpo golpeando el suelo.
1 comentario:
En los 50', Burroughs (El almuerzo desnudo) le dispara a su mujer en la cabeza. Y era artista, convengamos.
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